miércoles, 9 de septiembre de 2009

LOS HIJOS DE TETIS

La pasada Semana Santa, en plena primavera, tuvimos la posibilidad de visitar Doñana y su entorno. Ya teníamos la experiencia de ver sus marismas, dunas y pinares en invierno, y en esta ocasión tampoco defraudó. La verdad es que es un lugar maravilloso. Hicimos salidas todos los días, y para comer íbamos a El Acebuche, donde el menú del día estaba muy bien de precio y de calidad. El caso es que junto al restaurante de El Acebuche vimos un estanque artificial, y nos acercamos para ver si había ranas. Y había, claro, pero lo que me pareció más interesante fue un cartel en el que se informaba de que en el estanque se criaban salinetes.

El salinete (Aphanius baeticus) es un pez amenazado de extinción y endémico de Andalucía occidental. Yo nunca había visto ninguno, pero allí me cansé de ver y filmar esta especie rara, cuyo declive enmascara el pasado glorioso de su estirpe. Y es que el salinete no sobrevive ya mas que en un puñado de enclaves andaluces, empujado hacia la extinción por fuerzas poderosas de origen humano. Hace doscientos años, hace sólo un siglo, hace tan sólo medio siglo, el salinete era abundante. Lo mismo sucedía con sus otros dos parientes ibéricos, el fartet (Aphanius iberus) y el samarugo (Valencia hispanica). Tanto que en ocasiones, como ocurría en el entorno de la Albufera de Valencia, se abonaban los campos y huertas con sus cuerpecitos palpitantes, pues se encontraban incontables millones en charcas, acequias y lagunas. Tal vez por eso sea tan dramático saber que todas esas especies están sujetas a programas de cría en cautividad y de recuperación, que tratan de salvarlas en el último momento de desaparecer. De dejar de existir. Valencia hispanica, en concreto, está considerada uno de los vertebrados más amenazados del planeta.

Pero ¿cuál es la historia de estos pececillos diminutos, tan coloridos y tan escasos? ¿Por qué se han vuelto tan raros? Bueno, lo primero que hay que tener en cuenta es que nadie les prestó mucha atención hasta hace relativamente poco. Son pequeños, de unos 3 centímetros de longitud, y nunca han tenido importancia en la alimentación humana, y mucho menos para la pesca. Además, suelen habitar medios pantanosos que tradicionalmente han sido vistos por las sociedades humanas como zonas insalubres y de nulo valor (excepto para desecarlas y cultivarlas). Y es precisamente su estrecho vínculo con los ambientes palustres y encharcados, lo que más ha pesado en el destino de estas especies.

Hay que aclarar que hablamos de tres peces pertenecientes a dos familias:

Valenciidae

Samarugo (Valencia hispanica). Antiguamente distribuido por la franja costera del levante español. Hoy en peligro crítico, y confinado a unas pocas reservas.




Cyprinodontidae

Fartet (Aphanius iberus). Distribución coincidente con el anterior, pero alcanza la provincia del Almeria y hay citas antiguas del sur de Francia. Seriamente amenazado.




Salinete (Aphanius baeticus). Endémico de Andalucía suroccidental, entorno al eje del bajo Guadalquivir.




Si observamos un poco su anatomía, podemos darnos cuenta de que estos animales comparten algunos rasgos con los peces de aletas espinosas perciformes. Otras de sus características son más primitivas, como la posición retrasada de sus aletas ventrales. Y es que los ciprinodóntidos son peces muy antiguos.

Una pista de sus origenes la encontramos en su área de distribución planetaria, que es insólita. Por un lado, en el Viejo Mundo hay ciprinodóntidos por toda la cuenca mediterránea y Oriente Próximo (Aphanius, Lebias,...). Pero por otro lado, existe una diversidad de especies de esta misma familia en el Nuevo Mundo, sobre todo en el sur de Norteamérica, México, norte de Sudamérica e islas cercanas, como en Cuba (Cyprinodon, Cubanichthys,...). Sin embargo, estos pececillos parecen irresistiblemente atraídos por dos cuencas marinas: el Mediterráneo y el Caribe. Se diría que están unidos a sus mares, incapacitados para expandirse mucho más allá. Como si el recuerdo ancestral de su madre los atara.

Los ciprinodóntidos aparecieron en un mundo muy antiguo, cuando los continentes del sur (derivados de Gondwana) y los del norte (procedentes de Laurasia) se encontraban separados por un mar alargado que hacía de frontera. Los geólogos lo llaman mar de Tetis.




Tetis, la diosa oceánica, madre de Aquiles, que subió a pedirle a Zeus que intercediera en la guerra con los troyanos, antes de que la sinrazón humana y divina acabara con su hijo. Geológicamente, sin embargo, Tetis ha sido un mar cambiante, que ha modificado su forma con el desplazamiento de los continentes. Así, al pasar las eras y abrirse el océano Atlántico, Tetis se dividió en dos. Y también se estrechó, sobre todo en el oriente, ante el empuje hacia el norte de África y la India.

Y en todo ese tiempo, en sus orillas, pululando en sus ríos, en sus manglares, en sus marismas, en sus ciénagas fértiles y lagos, han vivido los ciprinodóntidos. Abundantes, diversos, prósperos. Millones de años unidos a su madre marina. Una madre cuyo regazo se divide, se transforma. Y con ello, la suerte de sus criaturas.

Los salinetes que vimos en ese estanque artificial de El Acebuche, en Doñana, son por tanto como viajeros del tiempo. Testigos de un planeta diferente, criaturas de un mundo muy distinto. Que no pueden vivir apartados del arrullo de Tetis, y por eso no se encuentran lejos de la costa pese a habitar aguas dulces. Pero también son hijos de un pasado que se borra y de un futuro que se desdibuja. Seres discretos, que se van desvaneciendo sin hacer ruido. Pececillos de preferencias inoportunas, pues habitan las costas de su madre: los litorales codiciados por el ser humano para cultivar sus mejores huertas, para extender sus arrozales sobre las marismas, para edificar urbanizaciones y rascacielos sin freno. Y en ese mundo moderno, frenético, apocalíptico, la vida se nos va sin que ninguna fuerza humana ni divina ponga razón en la sinrazón.

En los movimientos ágiles y hasta alegres de los salinetes de El Acebuche, se percibe una despreocupación sorprendente: la de la inocencia primigenia. Se mueven entre las plantas acuáticas, yendo y viniendo ignorantes de su destino. Tal vez por eso sean tan hermosos.

Al menos en ese estanque natural están a salvo de las amenazas que acaban con sus semejantes: la desecación de humedales, la sustitución de las antiguas acequias por construcciones de hormigón, la contaminación, la expansión de la agricultura y del uso de fitosanitarios, el urbanismo salvaje, los vertidos de todo tipo en las tierras pantanosas, y por supuesto la introducción de peces exóticos (sobre todo tres especies americanas: fundulo, gambusia y black-bass).

Tal vez nuestra especie, nuestras sociedades, deberían prestar más atención a seres delicados y discretos como el salinete. Porque puede que, en el fondo, la suerte que corran nos esté dando pistas sobre la nuestra.

VISITA A SOMIEDO, ASTURIAS

La primera semana del pasado mes de agosto aprovechamos para ir a disfrutar del parque natural de Somiedo, en las montañas asturianas. Tanto hablar de ir y no ir nunca, hizo que cogiéramos esa escapada vacacional con ganas, y lo cierto es que no defraudó. Al contrario, nos encantó.

Mientras nos acercábamos por carretera al límite provincial entre Castilla y León y el principado, yo iba pensando en los osos que habitan esa zona. La verdad es que el paisaje no era demasiado boscoso, predominando las parameras de altitud. Y sin embargo, osos hay. Tras pasar el puerto de Somiedo y descender un poco, ya comenzamos a pasar por bosques de hoja caduca (de hayas fundamentalmente), que se iban volviendo más densos e impresionantes según descendíamos hacia el norte. Aunque tampoco bajamos mucho más, porque nuestra base de operaciones (una casita rural perfecta para una semana de descanso campestre) se encontraba en Caunedo, a bastante altitud. Yo, que nunca había estado antes en la Cordillera Cantábrica propiamente dicha, me asombré de su belleza. Aunque no llegan a tener los inmensos farallones y picachos helados de los Pirineos oscenses, las montañas de Somiedo tienen zonas realmente abruptas y salvajes, y auténticas selvas de hayas y robles.


Los primeros días nos hizo mejor tiempo y pudimos ver mejor la zona, sobre todo las panorámicas de los valles. Visitamos la zona de Proaza, cercado de Paca y Tola incluido, y de camino nos cruzamos con un buen rebaño de caballos de montaña (desconozco la variedad exacta).



Allí mismo, entre los caballos, había muchos cardos azules, que también son muy fáciles de encontrar en los Pirineos.


Ya en Proaza y sus alrededores nos llamó la atención lo importante que es el oso en esa zona, donde además de la Ruta del Oso, aparece constantemente en la información turística e incluso en las señales de tráfico. Cuesta creer que unos valles salpicados de pueblos y con una presencia humana siempre palpable, el oso pardo cuente con la población más saludable de toda la Península Ibérica. Pero así es, y de hecho cada vez se constata más que las hembras se reproducen más y mejor en el fondo de los valles que en los hayedos de altitud, donde al parecer encuentran más tranquilidad pero menos alimento. Volvimos ese valle uno de los últimos días, y en Tuñón (donde el FAPAS tiene un vivero) nos asomamos al río, que bajaba cristalino:



Pese a que ya esas últimas jornadas el tiempo era lluvioso y muy nublado, pudimos ver varios alevines de salmón, con sus características colas escotadas que los diferencian de las truchas.

Pero volviendo a ese primer día de exploración, pudimos constatar que en Asturias se come de miedo. Las siguientes jornadas fueron pródigas en fabadas, potes, y demás platos de montaña, a los que no quisimos renunciar (pese a que después las marchas se hicieran más duras).

El segundo día nos dirigimos al litoral. Y concretamente, siguiendo los consejos de varias personas, fuimos a Caunedo para después pasar por el Cabo Peñas. Caunedo resultó ser muy bonito, pintoresco. Pero nos agobió un poco. Demasiado turista hacinado. He aquí la prueba:



No obstante, también en aquella visita hicimos observaciones interesantes. Por ejemplo en el puerto de Caunedo vimos varias lubinas. Las primeras dentro, y mezcladas entre los mugiles que iban y venían. Tenían un tamaño que seguramente sobrepasaba la ración:

También vimos un ejemplar mucho mayor junto al muro que daba a mar abierto. Comimos allí, junto al puerto, pero la verdad es que no fue la mejor comida de las vacaciones. Continuamos después hasta el Cabo Peñas. Curiosamente, mientras atravesábamos aquellos paisajes costeros donde las casas y prados alternaban con plantaciones de pinos y eucaliptos, echábamos cada vez más de menos las montañas. No había ni rastro de bosques. El Cabo, eso sí, tenía unas vistas sobrecogedoras.


Tras pasar la tarde moviéndonos por la zona, regresamos a Somiedo con una cierta sensación de urgencia. Aunque parecía que volvíamos al Paraíso, tal vez no contábamos con que en el Paraíso llueve bastante. Y es que ya al día siguiente se fueron acumulando más y más nubes que llegaban desde el mar, lo que fue la norma durante la mayor parte del resto de los días. Incluso lloviznó. En cuanto a las temperaturas, refrescó bastante aunque sin hacer frío, lo que era agradable al fin y al cabo.

Hicimos varias rutas, como la del Valle del Lago, desde L'Auteiro. Lo nublado de la tarde no animó a hacer fotos ni videos, pero vimos paisajes espectaculares, y varios animales interesantes, incluida una pareja de alimoches (Neophron percnopterus). En el lago la única especie de pez que pudimos observar, aunque en concentraciones de miles, fue el piscardo (Phoxinus phoxinus).

También hicimos parte de la ruta de los lagos, desde la Farrapona, aunque no llegamos mucho más allá porque empezó a lloviznar. Por desgracia la cantidad de nubes nos impedía casi siempre disfrutar de las vistas del valle hacia Saliencia. El paisaje de alta montaña era precioso, y el Lago de la Cueva, tan silencioso y solitario, tenía algo inquietante. Sobre todo el túnel minero del que salía un arroyo.




Aunque pudimos ver diversas especies de pájaros, como aviones comunes, acentores y colirrojos tizones, nos llamaron la atención los anfibios, de los que detectamos 3 especies en aquel rato:

Sapo común (Bufo bufo):


Rana bermeja (Rana temporaria), concretamente un renacuajo casi totalmente metamorfoseado:




Y por último, una cría de sapo partero (Alytes obstetricans), a la que le hicimos unas fotos que no salieron bien. Una diversidad sorprendente de anuros, sobre todo teniendo en cuenta que en el lago pudimos ver truchas y verdaderos bancos de piscardos, ambos predadores de renacuajos.

Los últimos días continuamos explorando Somiedo abajo y Somiedo arriba, dentro de lo que permitían el tiempo cronológico y atmosférico. Somiedo abajo tomamos la carretera hacia Robledo y Pigüeña. Lástima de lluvia, porque las selvas caducifolias que se extendían por las laderas quitaban el aliento. Robles enormes, espesuras de castaños, arces y todo tipo de árboles caducifolios más o menos termófilos habían sobrevivido en esos valle más aislados y despoblados. La mayor parte de la superficie forestal de Somiedo está compuesta por hayedos, que por encontrarse en laderas umbrías y húmedas menos propicias para los pastos, han sido tradicionalmente menos talados. En cambio apenas quedan restos de los bosques mixtos de fondo de valle y de laderas soleadas, donde antaño predominaban los robles acompañados de muchas otras especies. Precisamente los ecosistemas con una mayor biodiversidad, mucho más ricos que los hayedos, y con una presencia de osos también muy superior.

En cuanto a la parte alta del valle de Somiedo, aprovechamos el último día para hacer una ruta hasta uno de los numerosos complejos de teitus del parque. Las vistas debían ser de quitar el hipo, aunque debíamos imaginarlas más que disfrutarlas, ya que las acumulaciones de nubes volvían a jugarnos una mala pasada. Con todo, pudimos ver incluso Caunedo.



Dos cosas se agradecían aquella mañana: que el tiempo nublado evitaba que el sol nos diera de lleno en aquella ladera despejada, y que apenas había gente. De hecho sólo nos cruzamos con una familia de escursionistas catalanes, precisamente en los teitus. Estas construcciones tradicionales de montaña fueron construidas y utilizadas por los vaqueiros de alzada, cultura basada en la ganadería de vacas. A diferencia de otros grupos humanos de la Cordillera Cantábrica, los vaqueiros de alzada no se sedentarizaron hasta tiempos bastante recientes. Realizaban viajes estacionales en los que las familias enteras se desplazaban en primavera de los llanos a las montañas, con sus rebaños. Una vez allí se resguardaban (ellos y el ganado) en los teitus:



Se conservan incluso los muretes de piedra, y se ve que se están haciendo labores de restauración.



La palabra teitu procede del latín "tectum", de la que también procede el término castellano "techo". Y es que se trataba de protegerse de los elementos que, incluso en verano, pueden acarrear lluvias y tiempo frío a esas altitudes.


En fin, nos quedamos con ganas de volver, y seguir disfrutando y explorando todos los valores naturales y culturales de Somiedo (y alrededores), que son muchos.