sábado, 21 de noviembre de 2009

EL ACANTISITA O CHOCHÍN DE STEPHEN, Y EL DESTINO DEL ARCA

Cuando en el otoño austral de 1879 comenzaron las obras para construir el faro de la Isla de Stephen, en Nueva Zelanda, nadie pensó en ella como en un arca salvadora. Ni siquiera como en una balsa en la que un náufrago se hubiese echado desesperadamente al mar. Porque la Isla de Stephen, con sus 2.6 kilómetros cuadrados era un insignificante pedazo de tierra, sin más utilidad que la de sostener un faro frente a las costas de la Isla Sur de Nueva Zelanda. El paisaje áspero y barrido por los vientos la hacían muy poco acogedora.



Sin duda, ninguna de las personas que impulsaron el proyecto de aquel faro, ni las que lo construyeron, ni aquellas que se fueron a vivir a ese lugar inhóspito para atender la infraestructura, pensaron que sus actos estaban apunto de hacer naufragar a uno de esos habitantes únicos de nuestro mundo. Un desastre que sucedió rápidamente, y del que la humanidad tendría conocimiento cuando ya hacía tiempo que era un hecho consumado. Los indicios del hundimiento comenzaron a llegar en junio de 1894, sin que nadie imaginara lo que en realidad estaba sucediendo:

Un gato, al que llamaban Tibbles, comenzó a llevar al faro unos pajarillos en las fauces. Por suerte, un farero llamado Lyall estaba interesado en la historia natural, y se tomó la molestia de enviar uno de esos cadáveres a Walter Buller (naturalista y ornitólogo neozelandés). Éste reconoció los restos como pertenecientes a una especie de paseriforme no descrita aún por la ciencia. Se preparó así la descripción científica para publicarse en la revista Ibis. Durante el invierno y comienzos de la primavera, en la isla Lyall continuó recogiendo esos misteriosos pajarillos muertos que el gato dejaba en el faro. En base a algunos de los preservados, se realizaron ilustraciones como ésta:



Claramente hubo personas que, conscientes de lo que estaba sucediendo, trataron de sacar partido de la situación. Fue así como se le ofreció por una buena suma de dinero unos ejemplares a Lionel Walter Rothschild, banquero, político y zoólogo británico, que bautizó a la criatura como Traversia lyalli. Lo hizo en honor al naturalista llamado Travers, que le había vendido muy caros los especímenes asegurándole que pronto no quedaría ninguno, y también en recuerdo del farero.

El 24 de enero de 1895 Travers ofreció a Rothschild un especimen conservado en alcohol, con las vísceras intactas. El zoólogo nunca lo recibió. Tal vez porque unos días más tarde Travers visitó la isla, sin lograr encontrar ni un sólo pájaro. Por esos días, a comienzos de febrero, Lyall, el farero, escribió a Buller diciéndole que los gatos se habían asilvestrado y estaban acabando con todas las aves.

El 7 de marzo Travers informó a Rothschild sobre algunos de los hábitos que se habían podido observar en el pájaro, que no había sido visto vivo más que en dos ocasiones. Finalmente logró obtener otro ejemplar, que el gato había traído agonizante. Lo conservó en alcohol. El día 16 de ese mismo mes, aparecía en el periódico The Press esta afirmación en su editorial:

"Hay buenas razones para creer que el pájaro ya no puede encontrarse en la isla, y, como no se sabe que exista en ningún otro lugar, aparentemente se ha extinguido".

No había pasado un año desde que se descubriera la especie.

En abril se cambió su nombre científico, quedando englobado dentro de la familia Acanthisittidae (endémica de Nueva Zelanda): Xenicus insularis, actualmente Xenicus lyalli. El interés de los científicos no disminuiría, pero ya era demasiado tarde. Durante mucho tiempo se pensó que el caso de este animalito, bautizado como chochín de Stephen, era el único conocido en el que toda una especie hubiera sido exterminada por un solo gato. En realidad, su extinción fue consecuencia de una población asilvestrada de gatos domésticos. Pero estos sólo eliminaron los últimos supervivientes de una especie antigua, que había encontrado su última y desgraciada tabla de salvación en la isla de Stephen.

El chochín de Stephen pertenecía a una familia de paseriformes primitivos, que no se encontraban (ni se encuentran) fuera del archipiélago neozelandés. Habían evolucionado allí aislados durante millones de años, en un medio en el que no existían más vertebrados que algunos reptiles, unas pocas ranas, y dos especies de murciélagos. Aunque sin duda ninguna el grupo de animales vertebrados que había tenido más éxito para alcanzar y poblar las islas había sido el de las aves. Casi todas volando arrastradas por los vientos desde continentes remotos, y que al llegar encontraban un archipiélago lleno de nichos ecológicos libres. Y se desataron así las más sorprendentes fuerzas de la evolución.

Decía Platón que la realidad se divide en dos esferas o mundos: el Mundo de las Ideas, donde se encuentran los entes reales, eternos, perfectos, que nos son invisibles. Porque nosotros habitamos el Mundo Sensible, en el que todo lo que nos rodea (y nosotros mismos) no es más que un reflejo o imitación imperfecto de las ideas inmutables. Así, cuando vemos un caballo no vemos sino una copia que trata de imitar al original del Mundo de las Ideas, aunque acercándose sólo un poco. Estoy casi seguro de que Platón nunca había pensando en la evolución de los seres vivos. Y sin embargo en la naturaleza encontramos formas que se repiten, partiendo de la progresiva transformación de criaturas muy diferentes. Tal vez el filósofo, en sus paseos, vio alguna vez una musaraña buscando insectos entre la hojarasca del suelo del bosque. Si él hubiese podido viajar en su época a la isla de Stephen, habría observado atónito que allí la musaraña tenía plumas y correteaba sobre dos patas: el chochín de Stephen había desarrollado la forma de un pequeño insectívoro terrestre, hasta el punto de adoptar una forma de vida parcialmente nocturna.

Otras aves desarrollaron en aquellas islas las formas y el comportamiento de animales que se encuentran en otros continentes. Así, las gigantescas moas evolucionaron hasta convertirse en los equivalentes de los ciervos, alces y girafas. Los kiwis, como los erizos y los tejones, salían al anochecer de sus madrigueras para buscar lombrices por el suelo. Y los keas, unos loros, pasaron a transformarse en reflejos de los cuervos en las montañas.

Una estirpe de pajarillos antiguos (los acantisítidos) se diversificó hasta ocupar casi todos los hábitats locales. De ellos unos pocos llevaron al extremo la convergencia con la "idea de musaraña". En el caso del chochín de Stephen pasó a ser estrictamente terrestre, alimentándose sobre y entre la hojarasca. De hecho no podía volar, ni le hacía ninguna falta. Correteaba por el suelo con movimientos rápidos y ágiles, ocultándose en fisuras y agujeros como los ratones. Aunque no existen registros sobre su reproducción, si tenemos en cuenta los hábitos de otras especies supervivientes de su familia, hay que suponer que hacía su nido en agujeros, y que su descendencia era poco numerosa y se desarrollaba lentamente.

Pero el chochín de Stephen evolucionó sin tener que hacer frente a predadores eficaces, así que pudo poblar todo tipo de bosques y matorrales sin mayores problemas. En un microcosmos que se desarrollaba en paralelo al resto del mundo, y sin saber de él. Por eso, el día en que en el horizonte apareció una embarcación humana, navegando con los vientos desde islas lejanas, aquellas frágiles emanaciones de la naturaleza estuvieron perdidas. Porque desde que los antepasados de los maoríes pusieron el pie en Nueva Zelanda, se inició una catarata de extinciones en la fauna y flora locales.

De forma directa, aquellos primeros pobladores humanos cazaron hasta la extinción a diversas especies de aves terrestres, sobre todo las grandes y pesadas moas. Pero sin quererlo, en sus embarcaciones los humanos habían llevado consigo ratas, que se extendieron rápidamente, devorando huevos y pollos de otras muchas especies que la gente no cazaba. La oleada de extinciones recorrió el territorio hasta las cumbres más altas de las montañas, y uno de los grupos más afectados fueron los pajarillos-musaraña, que no volaban y criaban en el suelo.

Por eso, cuando llegaron los europeos al archipiélago, y comenzó la segunda oleada de destrucción (tal vez incluso más terrible y rápida), el pajarillo que quería ser musaraña sólo vivía ya en la isla de Stephen. Donde no habían llegado las ratas. Y como un náufrago aferrado a un madero, pretendía seguir existiendo. Su desaparición puede entenderse como símbolo de varias cuestiones importantes: de la fragilidad de nuestro propio mundo, al que entendemos como nuestra arca común. De la rapidez con la que nuestro planeta se vacía. Y también del alcance de la ignorancia, o el desinterés, que el ser humano muestra hacia las consecuencias de sus actos.

3 comentarios:

  1. Has hecho una gran selección Miguel. La desgraciada historia de otra extinción mas, como la del dodo o dronte; desfortunadamete, por la introducción de especies foráneas y matanza indiscriminada.
    Muy interesante.
    Saludos.

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  2. Gracias por tu comentario. A ver si lo próximo que publique me sale más alegre.

    Saludos

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  3. Conocía someramente el caso, pero tu descripción ha sido muy completa bien explicada. Gracias.

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